Heme aquí, envíame
La llamada, con cierta frecuencia, nos toma por sorpresa. Llevábamos una vida normal, tranquila: estudios o trabajo, familia, amigos, diversiones, sueños, proyectos... y llega el Señor con esa presencia suya que te desarma y lo revoluciona todo. Y te ves pequeño, frágil e inexperto en las cosas de Dios.
"Soy un hombre de labios impuros". Parece imposible que, precesamente tú, puedas llevar adelante la misión que el Señor te encomienda. Y estás dividido por dentro entre SÍ y un NO, entre un "Ya voy Señor, imposible resistir tu tirón" y un "No puedo, tu tarea supera mis fuerzas. Sabes lo que soy, nada valgo. ¿Qué haré?".
Pero el Señor no se cansa de insinuar, insiste y se convierte en un dulce tormento.
¿A quién enviaré?... No le importa lo más mínimo tu pobreza e incapacidad. Te conoce de antes y sabe perfectamente lo que hay en tu corazón: tus resistencias, tus dudas, y tu valía.
Su llamada se hace cada vez más fuerte y tú sigues resistiendo con toda la artillería que posees en tu castillo personal.
Te mira con ojos nuevos. "¿No acordáis de lo pasado ni caéis en la cuenta de lo antiguo?; pues bien, he aquí que yo lo renuevo. Ya está en marcha, no lo reconocéis?" (Is 43,18-19).
Y te vienen ganas de negarte rotundamente, pero hay algo que te hace sucumbir a todas las resistencias y no pueden menos de gritar: "Heme aquí, envíame".
Él ha vencido una vez más y tú tienes que rendirte ante la evidencia.
Tu Señor, el fuerte, ese dulce tormento que penetra hasta los tuétanos, que te saca de tus casillas y te puede. Nada ni nadie puede resistir a tu voz.
Y sigues preguntando: ¿Hasta dónde Señor? Como para poner límites, como para conocer sus intenciones. Y él parece contestar: "Hasta el final, no un día, ni unos meses, ni unos años... hasta el final, siempre".
Él lo quiere todo y para siempre.
(Fuente: Páginas Vocacionales / Ma. Luisa López León - Pablo Vallejo Calzada)